
El día de los hechos no me despertó el canto del gallo como siempre, sino un replicar estruendoso de campanas festivas. Parecía como si
Cuasimodo hubiese atribulado campanas sobre campanas y sobre campanas una ráfaga de sonidos esquizofrénicos, aunque alegres y motivadores, como si las tocasen los ángeles. Me levanté, abrí las cortinas para ver qué sucedía en la calle y, al asomarme por la ventana, vi a un niño en una cuna. Yo me eché a reír de verlo así, pues era un niño, no un bebé. Le pregunté qué día era y me contestó en un idioma muy extraño; no sé qué dijo pero sonaba como si estuviese poseído por el diablo.
Para todo el mundo parecía ser un día importante, y también lo era para mí: justo ese día tenía una cita con la mujer más maravillosa del pueblo —y no digo del mundo porque no conozco a todas las mujeres del mundo, así que decirlo sería una mentira, y yo prefiero hablarle con la verdad. Me vestí con lo mejor que tengo y cargué mi burro sabanero con unos regalos que había comprado para ella. Me monté en él y emprendí camino. El muy holgazán iba demasiado lento, quejándose quizá por tanta carga, pero como yo lo quiero mucho siempre lo animo con optimismo: ¡Arre, borriquito! ¡Arre, burro, arre! Anda más a prisa que llegamos tarde.
Eran las dos de la tarde y yo apenas me encontraba a medio camino. ¡Pinche burro sabanero, tú tienes la culpa!, le grité al tiempo que le lancé tres patadas en las costillas. Un anciano que miraba de lejos la escena se acercó y dijo algo en el mismo idioma demoniaco del niño en la cuna.
—Gloria in excelsis deo, gloria in excelsis deo… —repetía, señalando a mi burro.
—Pus es que no quiere avanzar el animal —le dije para ver si así me ayudaba o se iba.
—Venite adoremvs dominvm? —preguntó… o dijo… no sé, la verdad yo no le entendía nada.
Resulta que, después de medio comunicarnos por cinco o diez minutos, intercambiamos bestias. Yo le di mi burro y él me dio un reno deforme con las patas chuecas, la cola mocha y la nariz roja como la grana. No me puedo quejar, mi burro ya era viejo y perezoso. Sí, lo quería mucho, pero uno no puede vivir llorando y lamentándose por siempre. Además, este cuadrúpedo sí era veloz ropo pom pom, corría como el viento ropo pom pom, ahora sí iba a llegar a tiempo ropo pom pom.
Pues no. Resulta que el destino tenía más sorpresas para mí ese día. A mitad del puente que cruza el río, un señor en ropas muy elegantes gritaba como loco: ¡Adeste! ¡Fideles! ¡Læti trivmphantes!. No puede ser, otra vez el idioma del mal. Sentí como si toda la gente se estuviera convirtiendo en zombie; primero el niño, luego el anciano, y ahora este señor elegante. Lo peor de todo es que tapaba el paso y el siguiente puente estaba a tres kilómetros, no podía perder tanto tiempo. Me bajé del reno para tratar de razonar con el hombre, pero el reno se escapó. ¡Maldita sea! Seguramente por eso el anciano me lo dio tan fácil. Y ahora tendría que seguir a pie.
Me dispuse a cruzar, pero el señor elegante me tomó por el brazo fuertemente mientras exclamaba extasiado esas palabras diabólicas que yo no entendía. Yo me trataba de zafar, pero él me sacudía cada vez con más fuerza. Con el forcejeo, terminó por lanzarme al río.
Los peces en el río bebían y bebían y volvían a beber. Yo refunfuñaba y maldecía al tipo elegante. Por un momento pensé que sería mejor darme por vencido, pero luego recordé a mi amada peinando sus cabellos de oro entre cortina y cortina con su peine de plata y me decidí a continuar. Lo valía. Ella valía las penas y los obstáculos. Romeo hubiese despreciado a Julieta en un santiamén de haber conocido a mi chica; Einstein jamás hubiese inventado la bomba atómica si hubiera invertido todo su talento en llegar a tiempo a una cita con ella; es más, ni Gandhi hubiera hecho huelga de hambre ni Sauron hubiese querido destruir la Tierra Media… No iba a detenerme ahora. No ahora que ya lo había perdido todo excepto la ilusión de estar con ella.
Mojado, sin reno, sin regalos, y sin tiempo, eché a correr. Eran las seis y yo no había comido nada. Llevaba los zapatos rotos de tanto correr presuroso. Eran las siete cuando reconocí su casa a lo lejos. Llegué a las siete y cuarto. Ella estaba lavando, los pajarillos cantaban y el romero florecía. No podía creerlo, lo había logrado. Cinco horas tarde, pero había arribado al fin.
Me disculpé por la tardanza y le platiqué mi odisea; le conté lo del anciano que me cambió el burro por un reno, lo de la mojada que me di, lo del reno que se me escapó con todos sus regalos, lo de mis piés adoloridos y lo de la gente con su idioma extraño. Me abrazó, me besó, y… bueno, pues tuvimos una noche de paz, una noche de amor. Pusimos reguetón a todo volumen y a darle con la pan pan pan, con la de de de, con la pan, con la de, con la pandereta y las castañuelas.
Por eso no creo nada de lo que me dices, porque ésa sólo fue una de tantas. Por lo que sé ni ella es virgen ni yo santo ni tú el padre de esa criatura. ¿Entendiste? Así que a mí no me vengas con tus palabras retorcidas de:
Ave Maria gratia plena, benedicta tv in mvlieribvs et benedictvs frvctvs ventris tvi
Ave Maria, mater dei, ora pro nobis pecatoribvs nvnc et in hora mortis nostrae
Y si me vas a decir algo, hazlo en buen español cristiano y no en ese idioma del infierno, por favor.
Kobda Rocha