Apuesto la visión de mi Quijote
contra la vista de tu Super Man
Juan José Lavaniegos
Yo era Supermán. Todo lo podía, ¡todo!, en cualquier lugar, a cualquier hora, en desiguales condiciones. No importaba qué o contra quién, mi victoria era una obligación autoimpuesta. Mi cuerpo resistía los golpes y las enfermedades por igual; era un hombre de acero, o de adamantio indestructible. Podía vencer a una horda de gigantes ogros con unos cuantos movimientos, no habría necesitado ni lanza ni escudero para lograrlo. Mi vista láser destruía a cualquiera: me era dificultoso ver con claridad, todo era siempre borroso y necesitaba usar lentes casi todo el tiempo pero, si quería deshacerme de alguien, bastaba con quitarme los lentes y lanzarle la más intimidante de mis miradas y, ¡listo!, el tipo agachaba la cabeza, daba media vuelta y se retiraba cobarde y subyugado.
Un día, alguien me dijo que para ser el perfecto Übermensch sólo me faltaba tener una visión del cien por ciento. Así que busqué al más idóneo de los individuos, al más capaz de los doctores, y le pedí que me arreglara ese pequeño defectillo. Hasta entonces, yo no conocía mi kriptonita: la anestesia. No estaba dormido, pero tampoco estaba completamente despierto; en realidad, estaba como hipnotizado: consciente pero inhabilitado para actuar libremente. Vi cómo el doctor tomó un cucharón para helado, me sujetó los párpados con unas pinzas de tendedero y me sacó los ojos (eso ya no lo vi, pero sí lo sentí… aun con la anestesia).
Cuando por fin pude abrir los ojos nuevamente, el mundo ya no estaba ahí donde yo lo había dejado. Me habían cambiado de universo. Aquí ya no era Supermán, ya no era omnipotente. Cualquier cosa podía (y puede) matarme en cualquier lugar, a cualquier hora, y aun en las condiciones más igualitarias. Desde ese momento, todo se convirtió en una amenaza de muerte: un asalto exasperado, un vecino desquiciado tal vez enloquecido por la jornada laboral, un conductor alcoholizado, un cártel michoacano, un temblor con magnitud de 8.5, un coctel de camarones caducado. En fin, el superhéroe expiró.
Empero, mis nuevos ojos lo ven todo con claridad; y esa claridad es maravillosa. Veo el sol salir cada mañana como si fuera su obligación mantenernos vivos. Veo el color del pavimento y veo el tinte de los cielos. Lo veo todo claramente. Veo la sonrisa de una madre cuando su hijo saca diez en matemáticas. Veo a un perro callejero mover la cola cuando algún extraño lo acaricia. Y veo mi propio rostro, humano, agradecido con el doctor que me hizo ver el mundo con claridad.
Cada vez que cuento mi historia, nadie me la cree. Dicen que es una coincidencia, que es algo fortuito, que sólo estoy literaturizando mi propia vida. Dicen que yo era un adolescente y que por eso me sentía súper poderoso e invencible, y que después sólo maduré y crecí como hacen todos. Dicen que el doctor sólo llevó a cabo una pequeña cirugía oftalmológica para arreglar mi astigmatismo, y dicen que una cosa no tiene nada qué ver con la otra. Pero es verdad. Es real.
Hoy lo escribo aquí (como un cuento más) porque, de todos modos, ni la ciencia ni la opinión popular me van a creer jamás que así sucedió.
Kobda Rocha