Una era de imbecilidad:
Guerra sagrada… sagrada estupidez.
¿Cuántos cadáveres para derramar una lágrima?
Lorenzo Partida
Uno nunca sabe dónde irá a encontrarse con la maldad en carne viva. A veces, la maldad sólo es un concepto abstracto que nada tiene qué ver con el ser humano; es un ente cornudo y colorado, un adjetivo prescindible, característica de villanos y criminales, una fuerza sobrehumana que nos amaga el día, una palabra con más religión que significado. Mas, algunas otras veces, la maldad parece ser el sentido más humano que poseemos.
Yo la conocí desde pequeño cuando mi padre, abrazado a la cintura de mi mamá, juraba por diosito que nosotros, su familia, éramos lo más preciado en su vida, que sin su querida familia moriría al instante, que no sabría qué hacer si le llegara a faltar uno de nosotros, que estaba tan orgulloso de su hijo como enamorado de su esposa, que nos amaba como no nos imaginábamos. ¡Por supuesto que era inimaginable! Cómo sabría un niño de once años si los golpes de la noche anterior habían sido reales o sólo una pesadilla abductora. Pues, aunque los moretones en la espalda y la sensación de huesos rotos eran bastante reales, el rostro amoroso de mi padre me sobornaba, me sedaba, me confundía.
A lo largo de mi vida he visto innumerables ejemplos de lo mismo. En la escuela, sobreviví (no sé cómo) al bullying. En la oficina, la maldita explotación y el miedo al desempleo me han torturado cada día desde la juventud. En la calle, con tanta rata, ya no se puede caminar a gusto; hasta para robarte veinte pesos y un mísero celular te sacan la pistola. El narco, los linchamientos, los secuestros, la envidia, el mal de ojo, los fraudes, el desalojo, la injusticia, la impunidad. Pero nada de eso se compara con la maldad que he visto aquí en el frente de guerra.
Al principio, todos creímos que esta guerra sería exactamente igual a las últimas: valientes soldados con armas de fuego distrayendo al enemigo hasta que alguien se decidiera a lanzar una bomba que pusiera fin a la disputa. Sin embargo, cuando finalmente se rompieron las hostilidades, no pasó nada, al menos nada belicoso; no hubo invasiones ni avionazos como cuando Estados Unidos encabezaba los movimientos beligerantes, tampoco hubo tropas militares marchando en territorio hostil. Sí, la milicia sigue jugando un papel importante en cuanto a política se refiere, pero ya jamás salen del territorio nacional. En un inicio, todo eso fue extraño, mas, como no había peligro de muerte, muchos ciudadanos queríamos enrolarnos para ayudar a ganar esta guerra.
Aún recuerdo con arrepentimiento el día que envié mi currículum para secretario de algún secretario del secretario de defensa. Como sea, me dieron el puesto y después de cuatro años me han cambiado de división tantas veces que ya no encuentro una real diferencia entre matar y servir cafecito con galletitas para las estrategas y generales, pues, al final, esto sólo es un empleo como cualquier otro donde hay que “hacer lo necesario” con tal de ganar unos pesos, porque no ya la guerra. Eso lo aprendí cuando estuve en la Oficina de Planeación y Desarrollo de Armas Bioquímico-Virtuales. Cuando me enviaron allí, no creí que en verdad existiera tal departamento, sonaba simplemente ridículo, pero pronto me estremecí al ver lo que se hace en esa oficina que más bien es algo así como un laboratorio de ingeniería computacional combinada con tanatogénesis inducida: de alguna forma, colocan enfermedades en simples actualizaciones de programas comunes en internet que, al ser descargadas en los dispositivos móviles, la salud de los usuarios se va deteriorando gradualmente con cada actualización hasta matarlos. Por supuesto, como en todas las divisiones, son mujeres quienes desarrollan tales armas; a los hombres se nos reservan las órdenes simples como “prepárame un café y, cuando termines, envías la actualización para el reproductor de música”, en cuya aplicación se incluye un prolapso neuronal o una psoriasis pustulosa.
Con el tiempo, uno se acostumbra a esta guerra. De hecho, ha dejado de parecer una guerra; incluso los noticieros ya no anuncian ataques bélicos, sólo informan plagas, epidemias, tendencias juveniles al vandalismo, inconformidad social, descompensación alimenticia, sedentarismo, psicosis, suicidios, como si fueran situaciones naturales y no ya algo provocado por alguna nación adversa. Las estadísticas muestran que el aumento en la tasa de mortalidad durante los últimos seis años es exuberante, mas a nadie importa esto. Mientras la guerra no llegue con armas nucleares, la población no se opone a ella aunque mueran decenas de millones cada año.
Aun así, nada de eso puede compararse con lo que vi hace unas semanas en el frente de guerra. En realidad, ya no es un frente como se lo conocía en las guerras anteriores, ahora sólo se utiliza el nombre para mantener la jerga militar aunque nada tenga que ver la función que desempeñamos los oficinistas en ese departamento. Lo que hacemos allí es matar, matar directa y firmemente, sin titubeos, sin enfermedades, sin delicadezas. Buscamos algún oficinista del bando contrario y, con un simple botoncito rojo (que jamás supe cómo operaba), le provocamos una muerte cardiaca súbita.
El Frente son pequeños cubículos alfombrados, cada uno con una computadora enorme, dos sillones reclinables, un gatillero y una estratega. La estratega se encarga de encontrar un blanco potencial, creo que con patrones psicológicos, no estoy seguro, y después el gatillero presiona el botón. Sí, te pagan por mover un dedo y presionar un botón, lo que es claro si se toma en cuenta la creciente popularidad del Tratado Feminista Militar: en resumen, se llegó a la conclusión de que las mujeres son mejores estrategas militares siempre que no sean responsables directas de alguna muerte. Y para eso nos contratan, para matar y servir café, lo segundo por convención social.
La maldad, ahora lo sé, es más pura en una mujer que en un hombre. Por cuatro meses fui gatillero de Sofía, la gran maestra estratega. Hacíamos buen equipo, ella me regresó la fe en mi nación y yo le preparaba mokaccinos exquisitos. A diferencia de la mayoría del personal con que había trabajado, Sofía jamás perdió el objetivo de esta contienda. Matábamos a diestra y siniestra, ¡y no sólo a los oficinistas! De alguna manera, ella logró decodificar patrones alterados para identificar a los gatilleros adversarios. En tres meses habíamos acabado prácticamente con esta guerra de seis años, nuestros contrincantes estaban a un paso de firmar el armisticio… Fue entonces cuando comenzamos a matar estrategas.
Yo no quería hacerlo, lo juro, pero sólo era un simple gatillero, no estaba en posición para oponerme ni para desobedecer las órdenes directas de una estratega como Sofía. Además, su argumento me pareció bastante razonable: matar gatilleros no basta, puesto que siempre contratarán más y más; al final, un gatillero sólo es la mano, hay que ir al verdadero problema: la mente detrás de la mano, es decir, las estrategas. También matamos generales, políticos, negociadores, gente a quien no se debe matar a mitad de las hostilidades, pero ella insistía en ir cada vez más allá, decía que matar ciudadanos no serviría de nada. Y a pesar de ello, pasamos dos días matando niños, luego fueron bebés recién nacidos.
Dejó lo peor para el final: convirtió la computadora del frente en una especie de incubadora biológica. Ya no matábamos niños, de hecho en los últimos días ya no matamos a nadie, ella dijo que ya no era necesario matar, que había encontrado la forma de ganar la guerra sin tener que quitar una sola vida más, y ¡claro que la apoyé, todo cuanto habíamos hecho hasta entonces había funcionado! Además, aunque yo sólo era el gatillero, las muertes se van acumulando en la consciencia de uno y yo ya no quería seguir coleccionando muertos. Pero muy pronto supe que esto era incluso peor que asesinar: primero, provocamos diástasis, abortos, y no sé cuántas cosas más a todas las mujeres embarazadas; y después, dejamos estéril a todo el mundo.
Sofía me dijo que la guerra era un ente abstracto ―como la maldad― y que la única forma de acabar con ella era acabando con quien la produce. Ahora somos la única nación que podrá tener hijos, puesto que atacamos incluso a nuestros aliados y también a todas las naciones que no entraron a la contienda, porque cuando vieran lo que podemos hacer, me explicó, tanto aliados como enemigos arremeterían contra nosotros, así que debíamos neutralizarlos indistintamente.
El mundo no verá más hijos que los nuestros. Dentro de ciento cincuenta años, no habrá más cultura que la nuestra, no habrá más bandera que la nuestra; es como aniquilar a todo ser humano sobre la Tierra y no tener el suficiente valor para suicidarse. ¿Puedes imaginarlo? Es como decirte que, en adelante, sólo tú podrás tener hijos y nadie más, que estamos dejando el futuro de la humanidad en tus manos. ¿No es ésa la mayor maldad concebible?
Kobda Rocha