En junio de 2019, fui invitado a participar del Segundo Congreso Nacional de Creadores Literarios, llevado a cabo en Aguascalientes (México) dentro de las instalaciones de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Esto, para mí, fue un honor y una sonrisa sólo por haber sido considerado merecedor de tan sublime distintivo. Quién era yo (qué era yo) frente a verdaderos creadores literarios de porte nacional. Desde el primer día, me halagaron con el título de congresista, me brindaron confianza y amistad, además de obsequiarme un precioso símbolo de hermandad, respeto y cordialidad. Ésa bienvenida colmada de fraternidad fue suficiente para sentirme agradecido al igual que obligado a un gesto de reciprocidad, no sólo con buenos modales y afecto sino también con una entrega sincera, extensa y profunda de aquello por lo que había sido invitado: mi espíritu literario, mi sensibilidad artística y mi humanidad intelectual.
Al llegar a las calurosas tierras aguascaltenses, lo primero que hice fue caminar, de madrugada, con maleta en mano, sin saber a dónde iba, con intenciones de perderme en aquella ciudad. Sin embargo, lejos de perderme, llegué al centro de la ciudad, como si mis pasos fueran guiados por un hilo persefónico hacia mi destino; tal vez mis anfitriones me llamaban más con el alma que con la razón. Lo segundo que hice fue caminar aquel suelo descalzo, unir mis piés con su tierra, su pavimento, su pasto, sus empedrados y sus empolvados. Cada suelo es diferente, como el canto de las aves que varía según el clima, la latitud, el viento y hasta el idioma de los humanos circundantes. Lo tercero que hice fue mirar. Sentarme a mirar como si no fuese un turista, como si no hubiese ya nada nuevo de mi interés, como si tuviera tiempo de sobra para desperdiciarlo sentado mirando: un ritual practicado por mi cuerpo para dar paso a las acciones de mi corazón.
Cuando llegó mi turno de compartir mi trabajo con el congreso, estaba plenamente preparado. Alguien, más tarde, me confesó que lo llevé al filo del llanto. También recibí halagos, sonrisas y, mucho más importante, demasiados silencios. Un desfile de silencios sentados a mirar como si tuvieran toda la vida para turistear descalzos mis textos, letras guiadas de grial en grial. Espero que mi participación haya dejado al menos un diez por ciento de lo que yo obtuve con tantas personas talentosas: Akatl Guijarro, Jonathan Torres, Aldo Barucq, Neitzy S. Jaimes, Mariana Estrada Gaytán, Rafael Aragón, Laura Vallín, Valentín Eduardo Sánchez y, por supuesto, el jefazo.
En Aguascalientes nació la muerte mexicana. Allí se inventó nuestra nostalgia final y la tristeza del inframundo. Tal vez por eso los vivos no se reservan una sola sonrisa ni una sola lágrima, comparten su llanto y su alegría contigo, aunque te destruyan, aunque te hundan en la oscuridad o, peor aún, aunque te salven la vida.
Kobda Rocha