La ascensión de Saturno

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Las cenizas de un bosque yacen debajo de un árbol a mitad del camellón, como la parvada ingente apretujada en la mirada triste de un pichón enjaulado, igual que un mar embotellado o el paraíso metido en las plegarias de una plañidera. A la sombra de aquel árbol, un hombre piensa en un amor lejano, antiguo, extinto. Los autos pasan veloces junto a él, extrañados por su locura, demencia senil de un moribundo al filo de la indiferencia social. Anochece y el hombre suspira, sin levantarse jamás del camellón. Un perro ladra, se acerca, olfatea sus pies, se recuesta y muere a su lado. Amanece y el hombre desaparece. Nadie nota la diferencia. Las personas viven sin saber que el agua de su regadera alguna vez fue un río caudaloso, con peces, con vida, con gusanos, con piedras, con fuerza y sin nombre; sonríen a la ignorancia de no distinguir entre un prado y una pradera; son felices sin saber que ayer hubo un hombre esperando la muerte debajo de un árbol a mitad del camellón y que hoy está la muerte debajo de ese árbol en el camellón esperando a un hombre.

Llega el otoño, el árbol desnudo envejece de a poco. La ciudad decide construir un puente elevado por encima de esa avenida. El sol no vuelve a tocar sus ramas, la lluvia no lo alimenta más, el viento se torna artificial y agresivo. La ciudad decide talar el tronco seco e instalar una cámara de seguridad que se descompone en siete meses después de su activación. Los perros ya no buscan refugio en ese camellón, la muerte tampoco.

Hace décadas, debajo de un puente majestuoso, cuando todavía no existía un puente majestuoso, había un árbol triste; a la sombra de sus ramas un hombre recordaba un amor extinto y a su lado un perro se echó a dormir. Hace siglos, en ese camellón, cuando todavía no existía un camellón, había un bosque joven; a mitad de aquel verde paraíso un pequeño amor nació, un amor ignoto.

Hoy pasa un auto a gran velocidad por el puente elevado, al volante un joven inconsciente, instintivo; con él, en el asiento del copiloto, va una joven inconsciente, instintiva. Ambos están cegados por el velo de la ignorancia y la estupidez, ninguno conoce el valor de un bosque, de un árbol, de un perro, de un poste, de un camellón, de un puente, de un auto, de la muerte, de un hombre, ni siquiera de sí mismos. Viven felices sin saber quiénes son. Ella dice “Te amo”, él responde “Yo también te amo”. Hablan de un amor inexistente, un amor que no conocen, un amor imaginario. Sus palabras se refieren a cualquier otra cosa, pero no amor.

Quizás dentro de un par de años, un hombre se sentará en alguna banca de un parque lejano a aquel puente y pensará en una mujer, esperará impaciente el día en que tienen planeado volverse a ver, ir al cine, comer juntos, recordará las contadas citas que han tenido, soñará con ese beso tan anhelado, susurrará su nombre esperando que ella lo escuche al otro lado de la ciudad. Después de un par de horas, pensará en las relaciones primitivas que establecen las parejas comunes a su alrededor, despreciará a las parejas inconscientes e instintivas; comenzará a divagar en algo que pudo ser, creará un mundo en su cabeza, pensará en un bosque vuelto cenizas enterrado en las raíces de un árbol que ahora adorna algún camellón, tendrá la ocurrencia de irse a sentar debajo de un árbol de esos, pensará que es ridículo y demente así que sólo se imaginará a sí mismo haciéndolo, pensará que sería poético morir allí, pensando en ese amor que se encuentra al otro lado de la ciudad. Sabe que al imaginar un árbol y un camellón su amor crece, porque el amor no se alimenta de besos y caricias, el amor en realidad se alimenta de puentes, de perros, de bosques, de árboles, de cenizas, de muerte, de otoños y de imaginaciones patéticas.

Algún día la deforestación, la urbanidad y la destrucción del mundo habrán valido la pena, algún día servirán para algo. La muerte sabe que es su deber mostrarle al universo la perfección de la vida humana, y para eso es necesaria la extinción del planeta.

Kobda Rocha

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