La música es un continuo de notas que se suscitan por una secuencia rítmica. Todos los bloques armónicos se entrelazan formando melodías establecidas que dan sentido y unidad a una pieza musical. Es importante que esa melodía no se interrumpa y que la armonía sea constante para que prevalezca el sentido de la obra. De quebrarse, de romperse, parecería un error, como un disco rayado, sonaría bruto y mal hecho, a tropezones disonantes. La subidas y las bajadas deben estar controladas, es decir, los acentos y los matices deben ser colocados inteligentemente en momentos estratégicos y bien planeados para que tengan un efecto positivo en la pieza. No se puede sólo tocar duro o suavecito cuando al instrumentista se le dé la gana; se debe planear con cuidado, escoger inteligentemente qué, dónde, cómo, cuándo y qué tanto se quiere enfatizar una nota, un momento, una figura o un párrafo. La música, como todas las artes, es un sistema organizado, estructurado a detalle exquisito. La música no es sólo un arrojo de golpes anímicos sentimentaloides para expresar emociones, para eso se grita, se corre, se brinca, se besa, se abraza, se golpea, se ríe; quien quiera expresarse que grite, que salte, que haga el amor, que sonría. El arte es una reestructuración de esas emociones, sistematizadas, puestas a filtro de organización. Las emociones son salvajes, la música es una forma civilizada, a decir evolucionada, de ese salvajismo natural. La música no sólo es una emoción expresada, es la reflexión, el procesamiento mental, el pensamiento crítico y sereno, la valoración, la evaluación, la racionalización, el razonamiento y la idealización de esa emoción. La emoción de una expresión sería un grito de dolor, una carcajada de alegría o un suspiro de amor; la música es lo que los vuelve canto.
El ordenamiento del desorden
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