Extraído del libro “.el abc de la estupidez”, publicado en 2016.
Arianna es el nombre de mi guitarra. Fue un regalo de mi padre en la última Navidad que estuvo con nosotros. Yo tenía dieciséis años y quería ser rockstar. Mi madre se oponía, insistía en que fuera abogado o doctor; pero mi padre me apoyaba, decía que todo trabajo es bueno siempre que uno estuviera feliz con ello.
Ahora soy un hombre casado, un hombre común con una vida común. Mi esposa es una mujer hermosa, inteligente y talentosa; lee al menos treinta páginas antes de dormir, es gerente general en la compañía donde trabaja, tiene hábitos saludables, hace deporte, conoce gente importante. Es una mujer importante. Tenemos dos niñas, de cinco y tres años. Las amo tanto. Son mi vida, son mi amor. Amo a mi esposa, pero son ellas mi razón para seguir con este estilo de vida. Ellas son mi fuerza; sin ellas, me hubiera derrumbado hace tiempo (cuando mi esposa y yo dejamos de platicar sobre asuntos sin importancia, cuando cambiamos nuestra medianoche de amor y charla por veinte minutos de café y cigarrillo en silencio). Tengo un empleo mediocre con un sueldo miserable en una empresa de alto prestigio. Mi padre ―donde quiera que esté― debe estar decepcionado de mí. Mi trabajo en la oficina no me hace feliz, y lo que hago ni siquiera lo hago bien. Pero no puedo dejarlo, es lo que me mantiene al día. Mi esposa dice que tenemos la vida que soñamos, y la sonrisa de mis hijas lo comprueba.
Soy un hombre feliz. No me quejo de lo que no tengo ni me disculpo por lo que no hice. Cada mañana, cuando el despertador me susurra que es tiempo de comenzar la rutina, abro los ojos y sonrío. Día a día, debo preguntarme por qué tengo esta vida y por qué hago lo que hago, y mi respuesta siempre es la misma: lo hago porque soy un hombre feliz.
El sábado por la noche, como cada semana, estoy en un bar al sur de la ciudad. Es un bar sin concurrencia a cinco minutos del metro Xola. Mi esposa dice que es absurdo e infantil que siga yendo a ese lugar; cada semana se molesta por ello. Debo confesar que algunas veces me da miedo que el asunto termine con nuestro matrimonio. Hago esto a pesar de mi esposa. No quiero molestarla ni lastimarla, pero esto es mi válvula de escape. Sin ello, explotaría.
Cuando voy a tocar al bar, mi esposa no me deja usar el auto ni llevar dinero; cuando está de buen humor dice que es por mi seguridad, que lo hace para cuidarme; cuando está de mal humor dice que no le importa si muero allá un día de estos, pero que no soportaría vivir una semana sin el auto. Creo que es mejor así. Me gusta caminar entre faros y estrellas de regreso a casa. Alfredo, mi compañero, me ofrece un aventón aunque sabe que, como cada sábado, me negaré. Lo hace automáticamente por cortesía, tal vez por aprecio o amistad; sin embargo, ambos sabemos que si aceptara, el viaje sería incómodo para los dos. Seguimos yendo a ese bar a tocar juntos, pero nuestras vidas han tomado rumbos separados y totalmente distintos. Además, me gusta caminar de regreso a casa entre faros y estrellas. Creo que es mejor así.
La caminata sobre la Calzada de Tlalpan se embellece con prostitución a cada paso. De vez en vez, cuando me canso de caminar, les canto una canción a cambio de un tabaco y una historia ―debo confesar que soy adicto a sus amores. Anoche me detuve en el parque Xotepingo para rendir un homenaje a Luis Álvarez; las chicas contaban bromas y soltaban carcajadas al ir escuchando la letra de la canción:
“Sólo quiero eyacular mis ideas en tu mente,
Sólo quiero eyacular mis sentimientos en tu vientre.”
Al terminar la canción, los cigarrillos se encendieron y los tacones se disiparon sin despedidas ni miradas. Sólo Wendy permaneció inmóvil frente a mí, con la intención en los ojos de doblegar su fortaleza. “Me encanta eso que haces con la guitarra; parece que llora, parece que se lamenta”. Wendy era, siempre lo creí, una chica muy inteligente. Sabía de temas políticos y científicos, a veces hasta más que yo. Decía que todo lo leía en el periódico o que sus clientes se lo contaban, pero yo siempre sospeché que había algo más.
Gracias, le respondí, y ¿dónde van al baño? La pregunta que me trajo aquí. Jamás debí pedirlo; debí orinar en un árbol como hacen todos. Pero necesitaba refrescarme. Ella entró conmigo, dijo que de otra forma no me dejarían pasar. Si mi esposa hubiera visto aquella escena, en este momento estaría firmando el divorcio en lugar de haberme traído flores al hospital.
No sé en qué pensaba mientras estuve en el baño. Recargado en el lavabo, tratando de no tocar las paredes —como si eso me librara del contagio—; no sé o tal vez no quiero recordar qué pensaba. Habían pasado alrededor de diez minutos cuando me decidí a salir. Wendy ya no estaba, yo me retiré de ahí sin dar las gracias. Afuera había una escena grotesca: un hombre barrigón de unos cuarenta años manoseándola enfurecidamente y lamiéndole de la nariz al pecho. De pronto, el hombre se detuvo por un segundo y luego la golpeó dos veces en el estómago. Al instante, sin premeditar en lo que me estaba metiendo, corrí para defenderla; pero el tipo sacó una pistola… y disparó.
Definitivamente, mi esposa no me dejará volver a tocar mi guitarra por el resto de mi vida. Quizá pueda aprenderme Las Mañanitas y cantar en los cumpleaños de nuestras hijas. Ni siquiera sé si Arianna sobrevivió a la noche de ayer. La enfermera dice que mi esposa está allá afuera con un ramo de flores esperando la hora de las visitas. Yo no sé si tendré el valor de mirarla a los ojos y explicarle lo que sucedió.
“Estás vivo. Si es lo que quieres saber.” Dijo el doctor al acercarse a mi cama. “La pregunta es: ¿qué vida vivirás a partir de hoy?” Me miró inquietantemente, intrigado y muy serio. Supuse que quería saber qué hacía yo en ese lugar. En cualquier momento preguntaría ¿qué le dirá a su esposa cuando suba? o haría señas de confidencialidad machista, guiñándome un ojo para hacerme saber que mi secreto estaba a salvo. Pero Dios sabe que jamás he tenido sexo con ninguna de ellas. Así que me anticipé a cualquier cosa que estuviera pensando decirme y exclamé: “¡Viviré una vida feliz, con mi esposa e hijas!”.
Me miró fijamente por unos segundos y entonces dijo: “Las estrellas sólo son estrellas. Realmente ellas no conocen su condición, tú eres quien ve la belleza en ellas. Eso no significa que una estrella sea feliz sólo por ser estrella. Al igual que tú no eres feliz sólo por ser quien eres.” Al terminar, sonrió. Yo había visto esa sonrisa antes; una sonrisa sincera, sin burla, plena, real. Antes de dar la vuelta para salir de la sala, me dijo: “Reza y agradece, porque estás vivo de milagro… Por cierto, te gusta caminar entre faros y estrellas, ¿verdad?”.
Era él…
Era ella…
Sonriente, sincero. Ése es el rostro detrás de la fortaleza impenetrable y el maquillaje de Wendy. Y no tiene interés en esconderlo… Simplemente es. Un ser completo, un humano íntegro, seguro de sí mismo, sin temores, sin debilidades. Y yo… me estremezco al ver los claveles y la sonrisa de mi esposa, quien, por primera vez en cinco años, está usando su anillo de bodas.
Kobda Rocha