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Imitación redonda de amor

Yo no era nadie en especial. Yo era tan pequeño y simple como mis negocios. De hecho, dudo que ahora eso haya cambiado. Solo ahora me doy cuenta de lo insignificante que yo era. Lo que es más, sigo siendo insignificante. Sin embargo, creo tener suficiente autoridad para contarles esta historia. Mi historia con esa mujer. Siéntense y escuchen.

Muchas lenguas se derretían hablando de ella. Yo me creía la gran cosa. Si algo siempre fui es alguien curioso. Un escritor de pura cepa. No tendré madera de campeón, pero soy un payaso agradable, y eso también les gusta a las chicas. Decidí probar suerte. Dejarme llevar por mi racha de novato. ¿Vieron que los que son novatos en algo suelen tener más suerte en su primer intento? Yo me dejé dominar por esa mentalidad y por los dados trucados a mi favor.

Fui al bar en el que me dijeron que ella solía estar. Incluso me dieron una descripción de ella y un consejo como bono: «Te deseo buena suerte, pues ella no es para cualquiera». ¿Qué tendría de particular esa mujer? ¿Por qué dicen que no es para cualquiera? Tampoco es que me importe demasiado, ya que yo no era cualquiera. Eso me decía a mí mismo. La encontré hablando con otras personas. Me sumé al coro de adulación. Pero primero, los modales.

—Hola —le dije yo.

—Jolaloga —me respondió ella.

Ahí empezó todo. De pronto, el boleto en forma de consejo de aquellos que me advirtieron fue cobrado. Otras personas se hubieran ido de ahí pensando que les estaban tomando el pelo, pero yo no. No entendía esa palabra, pero a la vez tenía todo el sentido del mundo estéticamente hablando. «Jolaloga». ¿Qué clase de significado tendrá esa palabra? ¿Será un simple «hola» o esconderá algo más? Quizás sea una frase entera comprimida a una única palabra. Me perdí en mis divagues mentales, hasta que alguien me advirtió.

—Che, te está preguntando tu nombre. Respondele.

—Perdón. Me llamo Tomás. ¿Y cuál es tu nombre?

—Patricia.

Bueno, eso sí que podía entenderlo. En ese momento, creí que todo volvería a la normalidad. Que ella hablaría como hablamos el resto de los seres humanos. Ja, ja, ja. Qué iluso fui. Otra vez me estaba ahogando en mis pensamientos, hasta que Patricia vino a rescatarme.

—¿Estás anemórido, querido? —me dijo al verme distraído.

—Sí. Supongo que sí —respondí al no tener idea de qué debía decir en realidad. Esa mujer era dulce, sí, pero inentendible.

—¿Estás seguro de que estás bien? —me preguntó otra de las personas.

—Sí —contesté en seco.

Así que me preguntaba si yo estaba bien. ¿Cómo esperaba que la entendiera, con esas palabras raras que usa? Lo peor es que sentido tenían. Los demás eran capaces de entenderla, pero yo no. A mí no me decía nada su lenguaje artificial, pero aun así me llamaba mucho la atención ella, así que decidí quedarme por ahí.

Compartimos unas cervezas entre los muchos que estábamos ahí, en ese grupo de extraños. Ella hablaba en lo que sea que estuviera hablando y yo hacía como que entendía. En el fondo estaba frustrado. ¿Por qué esos brutos sabían perfectamente lo que quería decir y para mí era todo tan abstracto? Normalmente sería al revés. Pero todo estaba bien. Lograba disimular como el mejor. De pronto, ella paró en seco la conversación.

—Vamos por un boltance —dijo en voz alta.

—Buena idea. Tengo sed —respondí yo nuevamente divorciado de sus palabras.

—Sed de bailar, querrás decir —me dijo otra persona.

—Sí. Exactamente —contesté como si entendiera algo de lo que estaba pasando.

Nos levantamos de nuestros asientos y nos apoderamos de la pista de baile y de la atención de la gente. Le pusimos nuestro sello de pertenencia. Éramos como veinte personas todas robando la atención, en especial Patricia. «Reina» le decían. Era un apodo cliché que no se acercaba ni le hacía justicia a su dialecto tan único. Puede que no entendiera nada, pero era evidente que era una forma espectacular de hablar la suya. La cuestión es que bailamos. Yo hacía lo posible por mantenerme en mi zona segura, por no destacar. Normalmente haría lo posible por ser el centro de atención, pero era evidente que yo estaba muy por debajo de Patricia. En este contexto, ella era un gato mimado, y yo solo un ratón mojado. La diferencia de edad mental era abrumadora. Por suerte o por desgracia, ella puso su atención en mí, el pobre diablo que era incapaz de entenderla. Se me acercó bailando, me tomó de las manos y me volvió blanco de miradas contra mi voluntad. Supuse que la mejor forma de pasar más o menos desapercibido era destacando, así que di todo de mí. Si algo siempre fui es un buen imitador. Copié sus pasos de baile, me convertí en su espejo. Era prácticamente mejor que todos los amigos de ella, aunque fuera por imitación. Una superioridad artificial, pero me bastaba. Cuando terminamos (y gracias a Dios que terminó) todos aplaudieron. Ella estaba yéndose con dirección a la salida. “Fue una buena aventura” pensé. Hasta que de pronto…

—Seguime —dijo ella dirigiéndome la mirada.

Tenía sentimientos encontrados en ese momento. Por un lado, al fin algo que entendía. Por el otro, ella quería seguir conmigo un poco más. Y me llamaba solamente a mí. A mí y a nadie más. No quería decir que no. Quería ver a dónde me llevaba todo esto, pero a la vez no tenía a nadie que me ayudara a entender sus palabras. Estaba por mi cuenta en los brazos de la suerte. Decidí arriesgarme.

Salí a la calle junto con ella, paró un taxi y nos subimos. ¿A dónde me estaría llevando? La verdad es que una parte de mí quería quedarse con la sorpresa de saber qué es lo que seguía. Mi cabeza maquinaba las ideas más extrañas posibles. Desde que me estaba llevando a un culto satánico para ser sacrificado a la posibilidad de que terminara en un lugar donde todos hablaban raro como ella, de modo que hasta preguntar dónde está el baño llevara a las combinaciones de palabras más extrañas e inentendibles, lo que haría que terminara meándome encima por la incapacidad de entender. Claro, a sus amiguitos no les pasaba eso. Para ellos, cada palabra era trascendental y perfectamente comprensible. ¿Quién me manda a meterme en estos embrollos?

Mientras yo hacía este viaje a lo más profundo de mis pensamientos, el taxi hacía el suyo hacia su destino. Resultó ser que fuimos a su departamento. Entramos y ella me hizo señas de que esperara (Sí, lo único que le entendía eran las señas). Fue a otra habitación. De pronto, sentí que mi teoría de un culto satánico era lo mejor que podía pasarme. No sé por qué. Supongo que porque las palabras raras de esa gente son más fáciles de asimilar y comprender que las palabras raras de ella. Al menos aparecen en algún diccionario. La cuestión es que Patricia apareció vestida de cuero y con un látigo en la mano. Me pasó el látigo.

—Guapeá —me dijo.

Yo no sabía qué hacer. El sentido común me decía que mi ama quería jugar al esclavo, pero no tenía idea. En otro contexto, hubiera tenido sentido. El asunto es que ella era tan particular que no sabía que debía hacer. Decidí latiguear todo lo que viera a mi alrededor por las dudas. ¡Zas! Le di a un jarrón. ¡Zas! Al televisor. Yo daba y daba a cada objeto. Ella me miraba.

—Perihardo. Eso me gusta —decía.

No entendía qué mierda significaba «perihardo», pero que dijera que le gustaba me incitó a seguir con lo que estaba haciendo. Fue así que yo seguí dándole a cada objeto hasta que, de pronto, ella se interpuso entre un cuadro y mi látigo. Yo me asusté por haberla agredido.

—Disculpame. Por Dios, discúlpame —le suplicaba.

Su respuesta me dejó confundido.

—Sí, sí. Guapeá con extrañeza. Haceme un portal didactil —era lo que gemía—. Qué perihardozo que sos – Me dijo con una sonrisa y aplaudiendo.

—Este… gracias —le respondí. Supongo que, por lo que dijo antes, ese «adjetivo» era un halago.

Y así fue esa noche. Jugamos juegos de adultos, ella hablaba en lo que sea que estuviera hablando y yo improvisaba para quedar bien con ella. A pesar de que ella se la estaba pasando muy bien, yo cada vez estaba más y más harto. No era nada contra ella, pero me molestaba soberanamente ser tan inútil como para no saber de lo que hablaba. Mi orgullo era una bomba de tiempo.

Después de unas horas, ella decidió seguir dándole luz a esa noche eterna. Llamó a un Uber con la intención de… cualquiera fuera su intención. Cada vez se me hacía más difícil dejarme llevar y pasarla bien. Simplemente quería que todo terminara, pero no encontraba la oportunidad de decírselo. Esto me iba a pasar factura pronto.

Llegó el coche, bajamos a la calle y nos subimos a él.

—Koravaremos aún más. Nietzsche apenas empieza —dijo.

Fue ahí que mi estupidez me hizo perderme.

—¡Basta! ¡No lo soporto más! ¿No podés hablar normal? —fue lo que alcancé a gritar, ya cansado de mi propia inutilidad para entender lo que intentaba decir.

Ella soltó un par de lágrimas.

—Me ofrendás. Creí que te andareabas del resto. Resultaste ser solo un logo más en mi televisor

Me quedé callado una vez más.

—¿No te da vergüenza? —se metió el chofer—. La ofendiste. No hay nada que hacerle. Eso es lo que pasa cuando creés que alguien es diferente al resto y solo resulta ser un imbécil más.

Ni siquiera en ese momento había captado que eso era lo que trataba de decirme en su lenguaje inventado. Debería haberme sentido culpable por hacerla sentir mal, pero la verdad es que me sentía más molesto por mi propia incapacidad de sacar un significado de sus palabras. Tenía a los dos en contra ahora. Solo pude gritar por silencio, a lo que ambos obedecieron. El viaje continuó callado, pero los ojos de ella apuñalaban a los míos. Tal era su venganza por atreverme a no entender ni media palabra de lo que me decía. Venía fingiendo tan bien que encajaba con ella, pero la ilusión se rompió. En ese coche se respiraba veneno. Fue así que, al llegar a mi casa, me bajé de ese toxi-Uber y me prometí a mí mismo jamás volver a verla. No era nada personal, pero yo no estaba a su altura. Siendo honestos, lo que pasó en ese auto era lo esperable. Ese Uber era un Uber lógico. O sea, me gusta su cuerpo pero no entiendo su alma. Eso es hacer trampa. Pero la verdadera paz es decir la verdad. Al menos me siento bien conmigo mismo y no necesito mentirme. Viendo el lado positivo, ahora tengo material para escribir esta historia. No habré entendido nada de lo que me dijo, pero al menos recuerdo todo, y voy a hacerme millonario.

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