Antología perdida

He recibido la luz de la mañana y sentido fluir la paz del cielo,              pero también como Virgilio he bajado a explorar el horror del infierno.
Arturo Huizar

 

Imaginar un mundo desinteresado, frío, antipático, obeso de crimen, inseguridad y telenovelas tautológicas. Un mundo nada preocupado por sus niños, su educación ni su felicidad; un mundo, más bien, ocupado por los negocios y la acumulación de poder. Un globo acelerado, con prisa por vivirlo todo y morir joven, sin contacto humano, sólo máquinas y autómatas consuetudinarios, de crisis política, de deficiencias sociales, apachurrado entre el abandono ideológico y el hacinamiento económico, supuesto en el progreso pero estancado en el retroceso humano. Un mundo, por más, en pleno Refallecimiento oscurantista.

Imaginar un niño inocente, ingenuo y feliz, viviendo en ese mundo. Un niño sin preocupaciones, ocupaciones ni planes para el futuro, sin caja de ahorros ni tarjeta de crédito, sin ambiciones profesionales ni presiones laborales, sin estrés ni filosofía. Un infante que corre, brinca, juega, ríe, que se ensucia y lo regañan, que hace la tarea y lo congratulan, que no entiende el sentido de la vida porque él mismo es el sentido de la vida.

Imaginar una abuela religiosa, arrodillada ante la cruz, con miedo al infierno, en confesión recurrente, con plena fe en dios, devoción eterna hacia el cielo, amor ciego a los santos y persignada ante un cristo magullado por tres siglos de Ilustración. Imaginar una madre, una madre buena, amorosa, haciendo su mejor esfuerzo por bieneducar a sus hijos, incluida en esa educación la religión de su propia madre. Imaginar un padre indiferente ante las cuestiones del alma y de la fe, ni ateo ni creyente, sólo indiferente. Imaginar una sociedad tradicionalista en un país guadalupano, católico, crédulo. Imaginar un niño —el mismo de antes— a la mitad de todo eso.

Imaginar ahora un librero polvoso repleto de cachivaches: libros varios (en su mayoría de medicina pediátrica y enciclopedias monstruosas de siete u ocho tomos), figuras de porcelana despostilladas y con aspecto macabro, una Olivetti Lettera 32, un tablero de ajedrez con las piezas incompletas, veinte discos gramofónicos (casi todos de diferentes danzoneras), una pila de casettes y discos compactos, y por supuesto un aparato enorme con lector de vinilos, CDs y cintas.

Imaginar un sábado por la tarde, un sábado lleno de aburrimiento y curiosidad que el niño desea saciar a toda costa. Por alguna razón oculta —que ningún miembro de la familia podría explicar—, dentro de aquel vórtice caótico, el niño encuentra un disco blasfemo: en la portada está una iglesia similar a las catedrales que solían visitar en vacaciones; hincada ante el altar, se encuentra una mujer desnuda, excitante (más aún para un niño cuya mirada no ha conocido jamás una espalda femenina al descubierto); y, justo en el lugar preciso donde supondría haber un cristo, hay un excelso rostro celestial —aunque un tanto desconcertante por su expresión grave, adusta e intempestiva—, sus manos buscando apoderarse de la mujer, quien ofrece libremente su cuerpo a este ángel divino; escrito en letras mayúsculas y tinta blanca, “LUZBEL”; finalmente, en la esquina inferior izquierda, una inscripción que el niño jamás comprendería conscientemente, pero que marcaría el inicio de un nuevo yo: “ΨυΧή”. Al girar la caja, el niño lee su primer gran frase —palabras que le harían comprender que la lectura sí sirve para algo—: “No todos los ángeles viven en el cielo”. Imaginar un niño cuyo espíritu envejeció cincuenta años en ese momento.

Imaginar cencerros y balidos de becerros. Una respiración profunda y constante. Una antropofanía herética, hermética, hermenéutica. El estruendo de los semitonos. Una voz: “Me he caído del cielo / para esta noche estar contigo / He atravesado el umbral del tiempo / para amarte / para poseerte / para transformarte”.

Imaginar a dios, a partir de entonces, no venía solo. Ya no era lo único, ya no era un pensamiento aislado. Ahora había ubicua ousía perfecta: esencia y sustancia, significado y significante, forma y contenido, el dios glorioso de la abuela y este nuevo ángel caído: Luzbel.

Kobda Rocha

Tu puntuación
(Votos: 0 Promedio: 0)