Algunas veces la vida resulta demasiado monótona, aburrida, llana; y el mundo a veces también se pasa de maldito y lastimero. Así que para todas esas veces necesitamos una válvula de escape, un pasatiempo distractor para liberar el estrés y poder continuar con los problemas, las deudas, el trabajo, las enfermedades y los malos ratos de nuestra existencia. Hay personas que se embriagan al punto del vómito, otras que practican deporte en extremo, unas que se entregan a las bellas artes, a alguna manualidad, coleccionismo, o cualquier otra frivolidad. Yo camino.
El ritmo acelerado de la urbe es desesperante, capaz de fatigar al espíritu más resistente ante los embates de la civilización industrializada. No nos permitimos el lujo de la lentitud, mucho menos de la quietud. Estar en un espacio público, alguna plaza concurrida por ejemplo, y detenerse completamente es una acción que nadie llevaría a cabo y, lo que es más, se calificaría de loco, tonto o molesto a cualquiera que así lo hiciera. Nadie gasta su tiempo libre sentado en el parque mirando el mismo árbol por horas. Todo lo que hacemos lo hemos obligado a tener una finalidad, una función o un provecho. Nadie trabaja si no se le paga; nadie ayuda a alguien si no recibe su ayuda primero; nadie sale a caminar sin rumbo, sin sentido, dirección ni destino.
Mis primeras caminatas fueron bastante cortas y casi a la fuerza: cuando mi papá se quedó sin trabajo, ya no pudo pagar el transporte escolar, así que, al terminar las clases, tenía que ir de la escuela a mi casa caminando. Algunas ocasiones mi trayecto se veía sazonado con ligeras desviaciones por calles desconocidas, aventura que me llenaba de adrenalina y asombro. Luego, ya siendo yo mayor de edad, comencé a caminar por puro placer, sólo para conocer la ciudad y sentirme parte del progreso arquitectónico de la economía nacional. Me gustaba caminar las colonias de gente adinerada e imaginar que algún día alguna de esas casas sería la mía. Poco a poco mis caminatas se hicieron cada vez más largas y lejanas; mientras caminaba, anochecía, y yo debía regresar a mi casa en plena oscuridad nocturna. Ahora prefiero caminar sólo de noche.
Mi madre siempre me ha incitado a terminar con estas caminatas, dice que la calle no es para una mujer, y menos para una joven como yo, y menos de noche. Pero la verdad es que al recorrer las calles también se conocen personas: locatarios, tenderos, comerciantes ambulantes, taxistas, los tragafuegos de los semáforos, los niños de la calle y, claro, mil perros vagabundos en cada paraje. Además, cuanto más lo practicas, más te acostumbras a ello y le pierdes el miedo por completo. Jamás me he sentido desprotegida, amenazada o insegura durante mis caminatas. Contrario a lo que piensa mi madre, nadie pone atención a un caminante noctámbulo… ni siquiera los maleantes.
De día, los humanos son los protagonistas del paisaje, relegando a la ciudad en sí a un segundo plano, una simple imagen de fondo, el mero escenario y nada más; en cambio, de noche, mientras todos duermen, es la ciudad la que se apodera del panorama: los topes, los baches, los muros, las casas, incluso los árboles tan artificiales en medio del camellón, los faros, los cables de luz, los autos estacionados, las banquetas, la pintura vieja, las rejas y portones, y hasta la basura tirada sobre el pavimento. De noche, la ciudad es bellísima, aunque no haya personas despiertas para apreciarla.
Hace un tiempo regresé a mi casa por una calle diferente a la acostumbrada, una calle que casi no recorro porque está de subida y siempre vuelvo algo cansada de mis caminatas a media noche. En esa calle, justo en la casa de la esquina, la luz de la ventana del segundo piso estaba encendida. Fue un suceso extrañísimo, ya que nunca antes había visto una luz encendida a las dos de la mañana. Tal vez aquello hubiese sido sepultado por la memoria de no ser porque desde entonces regreso por esa calle y siempre está la misma luz encendida. Tal vez, llegué a pensar, olvidan apagar el foco y por eso se queda encendida, pero una vez logré ver la silueta de un hombre caminando por el cuarto. Tal vez padece insomnio. Tal vez saldría a caminar conmigo si lo invitara. Tal vez debería hablar con él de día. Tal vez necesita un abrazo mío para poder conciliar el sueño. Tal vez… tal vez…
Me gusta caminar de noche, pasar por afuera de tu casa e imaginar que también es mi casa, que me esperas despierto y me recibes con un beso. No sé quién eres, extraño vecino mío, pero, si alguna vez apagas la luz de tu alcoba, sabré entonces que no me amas más.
Kobda Rocha