Los resquicios de la tristeza

La tristeza no es una condición terminante sino más bien un punto de partida. Por desgracia, la tristeza no es un estado absoluto y final; por desgracia, la tristeza es sólo el comienzo de un viaje, una larga travesía por las emociones humanas. A quien ha vivido ajeno a la tristeza durante toda su vida, al llegar a ella en algún punto de su existencia por cualesquiera razones que sean (decepciones amorosas, crisis económicas, pleitos familiares, etcétera), la tristeza le provoca una sensación de malestar y automáticamente comienza a luchar por superarla, por vencerla y terminar con ella o, en su defecto, se rinde ante su inclemente impacto y termina simplemente poniendo fin a su vida a través del bendito suicido. Sin embargo, y lamentablemente, quien ha vivido engullido por la tristeza durante todos sus años desde el nacimiento, se torna inmutable, inalterable, indolente ante la indolencia de la tristeza futura. Tal sentimiento no conduce al suicidio, mucho menos a la superación, sino llana y mediocremente a la aceptación resignada de un hado miserable. La tristeza del hombre triste no es un bache, no es una etapa, no es siquiera un problema; es, en cambio, una capa, un camino, un par de zapatos que lo llevan a todas partes, la tristeza es el cielo que lo cubre todo, es la lluvia que cae inevitable mojándolo todo aunque se busque refugio o abrigo, la tristeza es el sol que evapora las lágrimas, la tristeza es la nube que amenaza con quebrarse nuevamente desde lo alto y lo lejano, la tristeza es el mismo cielo que lo cubre todo, la tristeza es la propia existencia del hombre triste, la tristeza es una descripción, como su edad, su apellido o su tipo de sangre, él es la tristeza. Al filo de una vida triste, tarde o temprano, se aprende a sobrellevarla, a fundirse con ella y moldearse a su medida; en algún punto de la vida, la tristeza deja de ser un problema y comienza a ser simplemente una situación. El verdadero problema es que la tristeza no es una condición terminante, no es un estado absoluto y final, la tristeza tiene fugas, cuarteaduras por donde se filtra el agua de la alegría, de la belleza e incluso del amor. Algunas veces, sin previo plan, aviso ni profecía, el hombre triste sonríe con el abrazo cálido y total de su madre, con la mirada tiernamente incondicional de su abuela, con el trino de un pichón, con el amanecer entrando ilegalmente por su ventana, con el juego intrépido de los niños en el parque, con un encuentro furtivo con alguna mujer hermosa, con la esperanza de volverla a ver, con la fantasía de ser feliz… Y ahí, justo cuando sabe que es feliz, es cuando se da cuenta que es un hombre triste, y vuelve a la tristeza intermitente, la tristeza que se quedará con él sólo por algunos días, quizás sólo unas horas o semanas completas, pero después se irá, dejándolo feliz, enamorado, alegre o en cualquier otro horrible estado similar. Para el hombre triste, la felicidad es el peor de los males. No es que ser feliz sea algo malo; lo verdaderamente malo es conocer la felicidad por breves momentos cuando de antemano uno ya sabía que la tristeza es su nación predilecta e intercambiable. La felicidad es para el hombre triste lo que la tristeza para el hombre feliz; es decir: un mal que se debe evitar a toda costa y, en caso de llegar a caer en ello, buscar la solución y superarlo de inmediato o, en su defecto, darse por vencido y acceder al suicidio incuestionablemente.

Kobda Rocha

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