«El silencio es un pez que ha mordido el anzuelo,
una mariposa herida,
un pájaro al que un depredador amigo le ha robado los polluelos de su nido.»
El silencio es una medida defensiva en contra del prójimo y sus herramientas bélicas, porque hablar es exponerse, mostrar ideas y sentires, entregarse abierta y plenamente a cualquiera que sepa escuchar con atención.
«Yo te nombro en el agua y en la tarde,
en cada rincón de nuestra casa
porque los silencios no tienen edad.»
Lilitt Tagle deposita tal intensidad en sus poemas que se antoja verla vivir, rendirse a sus piés y entregarle sangre y neuronas por igual. Lilitt se crea de una frágil estructura que escudriña entre los abismos intocables de la existencia y la penumbra inextinguible que sobrevive al natural filtro lumínico de los árboles. Fatalidad sustentable aun con tres indómitas sentencias:
1. En mis versos llevo la semilla de las cosas que viven solas.
2. Mi tallo, ahora vacío, es un volar de palomas buscando dónde hacer su nido.
3. Entre tu cuerpo y Dios, prefiero la amargura del instante de perderte: última risa intrascendente.
Komorebi es una resistencia al silencio, una declaración de letras y, por consiguiente, un ofrecimiento contundente de vida. «Tú recibes en esta entrega las luces de mi cuerpo y el pequeño fervor de todas las veces que fui virgen.»
Si consideramos que la literatura no tiene más destinatario que un lector ideal posible, entonces automáticamente uno desearía ser ese hombre de naipes, ese amante entendido que sabe escuchar, comprender e interpretar cada palabra y cada silencio.
La autora es directa, sincera, pasional, cuando escribe «He perdido todo para ser amada: la virtud, la transparencia, la inmaculada imagen de mí misma» o cuando confiesa «Rompo la isla, mi albedrío, y presumo de inocencia cuando, en verdad, soy cómplice entusiasta de tu ego». No hay hombre en esta tierra que pudiese resistir las ansias de palpitar al ritmo de sus versos. Qué promesa, advertencia acaso, resultaría más sensual que ésta: «Desataré tu risa, cambiaré el matiz de tus sentires, la ecuación de la edad será otra.»
Es importante mencionar que el fuego encendido por Tagle no es un incendio pasional que arrasa bosques y ciudades por igual; es, en cambio, una fogata controlada, madura, que arde y calienta pero también disminuye a voluntad; es un fuego donde se pueden asar bombones o quemar brujas según las exigencias de la autora en cada poema. El ánima de Lilitt Tagle se opone rotundamente al desenfreno juvenil de amores veloces y fugaces.
«Ámame sin prisas y con la mayor calma
enredada en la misma copla donde escribes los «te quiero».
Ámame a puerta cerrada, a cielo abierto.
Desabrocha mi vestido y tarda en ello
un infinito… un bosque… una estrella…»
Komorebi es una lección de amor, de espera y belleza.
«Siempre te espero, amor,
porque de no hacerlo
sólo esperaría la muerte.»
Me queda claro que yo no puedo esperar ser abrasado por las flamas de Lilitt. Arder entre sus llamas quizá no sea mi destino, pero puedo avivar el fuego en cualquier momento a través de sus versos, pues, como ella misma lo expresa, «lo profundo es menester abrirlo por la fuerza».
Kobda Rocha