El mundo, ahora, se encuentra a mitad de un apocalipsis zombie. Sí, igual que en una película hollywoodense, la humanidad se está contagiando con el virus zeta… y, poco a poco, el número de infectados va en aumento. Primero, habremos de esclarecer qué es un zombie. Un zombie es un pedazo de carne con forma humana, pero sin cerebro, no piensa, sólo se guía por sus instintos más primitivos, busca satisfacer a toda costa sus apetencias más bestiales: comer, dormir y copular. Un zombie no razona, únicamente se alimenta de cerebros ajenos. Dicho con sinceridad, así andamos por la vida, devorando todo lo que otros cerebros producen. Sus ideas, su ciencia, su arte, su música, su literatura, su filosofía, su tecnología, su política, su ideología y su moral. Pero nada sale de nuestros propios cerebros, todo lo vamos mordisqueando de donde podemos (y de donde más se nos antoja). Lo peor es que es muy fácil contagiarse; “vamos por una chela”, “hay que saltarnos esta clase”, “prende la tele”, “me gustas mucho, estás muy guapa”, “ya déjalo así, ni se nota”, “para qué te esfuerzas en algo que no te va a dejar dinero” y el clásico “hoy toca perreo intenso” son algunas de las vías de infección más comunes. Por suerte, existen muchas armas para combatir esta plaga, yo propongo tres: la poesía, la literatura y la filosofía.
Por supuesto, una guerra contra un mundo zombie no es fácil. Es un camino solitario y de constantes frustraciones —sólo hay que imaginarse a uno mismo como el último sobreviviente en un escenario apocalíptico. También existen varios peligros a los que se arriesga uno al emprender tal batalla; se corre el riesgo de perder amigos en el camino, de sentirse impotente ante la calamidad, de caer en abismos interminables, de ser perseguido (cazado) por una horda de zombies cabezas-huecas. ¡Pero lo vale, en serio lo vale! Qué habría sido de la especie humana si Newton se hubiera dejado vencer por los descerebrados; qué sería de nosotros si Sócrates hubiese sucumbido ante el contagio de los putrefactos; qué de nos sin guerreros tales como Dante, Einstein, Tolstoi, Marx, Jobs, Lamarck, Cervantes, Sófocles, Da Vinci, Edison, Borges, Gandhi, Picasso, Shakespeare o Rulfo (entre tantos otros más).
Resistirse a convertirse en zombie y elegir el camino del pensamiento —repito— es una condena casi automática a la soledad. Pensemos en un primer Adán homosapiens que despertó un día y se vio rodeado de zombies australopitecos carentes de facultades mentales; él pensaba y sabía que sus compatriotas no lo hacían, sólo los veía despertar todos los días e ir a la escuela o al trabajo para ganar dinero y pagar impuestos y de vez en cuando darse un gusto extra yéndose al cine o comprándose unos tenis de marca. Ciertamente, este primer Adán pensante se sintió solo al no poder comunicarse con ellos, pues seguían un nivel abajo en la cadena evolutiva. Si ese ser humano que pensó por primera vez en la historia de la especie se hubiera dado por vencido, nada de lo que tenemos (¡nada de lo que somos!) habría jamás existido. Es exactamente igual cada que el universo nos arroja un eslabón evolutivo más avanzado; Platón, Cervantes, Sun Tzu, Rousseau, Hegel, Sartre, Cicerón, Monterroso, Dostoievsky, Pasteur, Vasconcelos, Bolívar, Darwin, Freud, Schopenhauer y Monsiváis (entre muchos otros más) jamás sucumbieron ante la tentación de ser un zombie futbolero, borracho y mujeriego. ¡Y hay que ver hasta donde lograron llegar!
Por eso, debemos tomar la senda del pensamiento aunque sea un camino difícil… ¡Ah, porque pensar no es fácil! A veces uno se queda tumbado en el sillón ‘pensando’ por horas y de pronto alguien dice “ya ponte a hacer algo” como si pensar no fuera hacer algo. Y es que pensar no es, en términos pragmáticos, una actividad rentable; nadie contrata a alguien para pensar, nadie especifica en su tarjeta de presentación “Juan López: Pensador”, porque pensar no es algo que deje dinero. Es por ello que muchos zombies materialistas / capitalistas prefieren no pensar. Lo peor, encima de todo, es que cuando uno sí piensa los zombies en seguida lo quieren contagiar con frases como “ya deja ese libro y vente a jugar”, “ya no pienses tanto y tómate una chela”, “para qué le piensas demasiado, sólo relájate”. (Abriré aquí un paréntesis para hacer una advertencia: cuando un zombie te diga “no lo pienses, sólo hazlo” te está tratando de convencer de cambiar la razón y la inteligencia por el acto instintivo de los impulsos. Quien esté realmente convencido de la supremacía intelectual te diría algo como “no importa si lo haces o no, pero piénsalo mucho”.) Pensar, establecido como una cura contra la zombificación, se puede alcanzar —entre otras formas, como ya dije— a través de la poesía, la literatura y la filosofía.
Kobda Rocha